Por Soli Aranda
El otro día conocí la palabra «boniato», es otro nombre para batata. Me encantan las batatas desde chica (con mayonesa). Pero ahora que vi que se podían llamar boniatos, dije «¡Guau! Somos re amigas». Me acordé así que mi amor por las palabras data desde muy pequeña. Mi amor, mi sensibilidad, mi locura…qué se yo (acaso sea todo lo mismo).
Un verano nos fuimos con toda mi familia a Villa Gesell. Ahora es medio feo Villa Gesell, pero antes cuando era chica, era re lindo. O antes me parecía lindo y ahora feo (¡todo cambió tanto adentro mío! Pero algunas pequeñas cosas, como esta que motiva el escrito, no).
Íbamos en el auto, por la ruta, mamá, papá, mi hermana, mi abuelo y abuela. Mi hermanito todavía no había nacido. Paramos a cargar nafta y mi hermana aclara (por si no sabíamos) «Vamos a cargar nafta». Pero en vez de decir nafta, se le ocurre decir «fiul».
Tuve la mala idea de señalar en voz alta, un pensamiento interno: «Qué fea que es la palabra fiul. Me pone nerviosa». «A vos todo te pone nerviosa Soli», respondió siempre amorosamente Romi. Circulaba desde chica la fantasía de que yo era muy nerviosa. Patrañas. Era una paz. Sólo que mi familia era muy anormal y le gustaba armar generalidades de todo. Un día me puse nerviosa: sos re nerviosa. Un día me obsesioné con algo: sos re obsesiva.
En fin, tenía que decir que la palabra era fea para que la inteligentísima de mi hermana, seis años mayor que yo, se pusiera a molestarme con eso. Estuve todo el viaje llorando que por favor me hacía mal la palabra. Mis papás se reían, mis abuelos trataban de calmarme con caramelos, mi hermana seguía diciendo «fiul» y yo lloraba desconsoladamente como cuando me caí de una escalera y me quede sin bailar por dos meses.
Ellos no podían entender el desgarro en el alma que me hacía «FIUL». Esa F nerviosa, esa palabra (toda ella) que empieza y termina tan rápido, tiene demasiada velocidad y es violenta. ¿Cómo me podían hacer eso? Y mis papás no la retaban a mi hermana, me decían «Basta Soli». ¿Basta yo? ¿Basta yo y no ella que no para de repetir esa asquerosidad? ¿Basta yo y no ella que se empecina tan violentamente sobre mí con el FIUL? ¿Basta yo y no ella que descaradamente repite algo que me acuchilla el alma? Lloraba, lloraba y lloraba. Hasta que mi abuelo no aguantó más, me agarró del cogote, abrió la ventana en medio de la ruta, sacó mi cabeza (creo que todavía puedo sentir el viento que casi no me dejaba respirar) y me dijo «Deja de escuchar el fiul y escucha el viento Soli». (Mi abuelo era un tipo práctico, de esos que yo nunca voy a acabar de entender) Me callé. Pero conste que me callé porque mi hermana también se calló.
No es casual que me haya enamorado como me enamoré del psicoanálisis. Que la carrera la hice saboreando las materias psicoanalíticas y despreciando un poco las otras. Que me recibí con el final de clínica de adultos llevando los apuntes en una mano y una conferencia de Borges «La ceguera» en la otra. Conferencia que se la recomiendo a todos, porque es de lo más inmenso que leí. Además que lo leí en un momento donde yo tenía que transformar un dolor que parecía infinito en algo más feliz. Y de eso habla Borges, de hacer del defecto, virtud. Me acuerdo salir de Irigoyen y mandar un mensaje a mamá, hermana, Fede y amigas diciendo «Me recibí con diez PUTOS».
Pasaron seis años ya y hoy siento desplegar ese amor por las palabras de una manera mucho más coherente con mi alma inquieta y mis pies movedizos. Con el Don encontré una forma de condensar y trabajar mis pasiones que quizás el ser de psicoanalista no me hubiese dado nunca.
Aunque transitar por allí, me despabiló bastante. Pero el despertar más grande vino en esos seis años posteriores donde el vacío de no saber qué hacer (como dice Kevin: con toda esta energía casi siempre mal puesta) me hizo acercarme y explorar mi mundo interno, ese bien bizarro que todos llevamos.
Cuando pude ver el lugar vital que tenía la danza y las palabras en mí, sentí un poco de rencor con la carrera que me había consumido seis años de mi vida (la hice, como todo, obsesivamente). Pataleé, me quejé y enojé conmigo, con mis rodeos y mi neurosis. Me reproché Solitonta, solilenta, solisorda.
Hasta que entendí. Entendí que los procesos internos son largos, que uno tarda en darse cuenta lo que está bien a la vista. Tarda porque el alma es lerda para procesar, lo que el cuerpo sabe siempre con más sabiduría y claridad. De aquellos 24 años con un título en la mano y una incertidumbre que me abrazaba toda, le siguieron los seis años más lindos de mi vida, estos seis últimos, con el Don, con el cuerpo y las palabras en primer plano. Con la mirada para adentro, desplegando esa madeja heterogénea que soy y entendiendo que se trata menos de quedarse identificado con una profesión, que de encontrar qué es lo que a cada quién lo expresa mejor.
Yo no sé muy bien qué tiene que ver esta foto de Dalí paseando sus mascotas (jijijuju!). Pero creo que se vincula con esto, por nuestras rarezas. Me gusta la idea de alimentar nuestras rarezas y desplegarlas.
Gran parte de la aventura de vivir pasa por captar de qué modo hacer florecer esa rareza que todos somos. Y que, con cierta nostalgia, uno descubre cómo estaba en germen, como diría Freud, desde nuestra más tierna infancia.