El ciclo sin fin

Un día una danzarina de ocho años se cayó haciendo un salto y quedó en el piso llorando desconsoladamente.
Yo, que me considero alguien formado, con experiencia y, especialmente, una encantadora de niños, también me quedé un poco congelada.
Sentí que ese llanto desgarrador no lo podía parar con nada.
A los pocos minutos, llegó la mamá. Se le sentó al lado y le empezó a hablar con una tranquilidad que la tranquilizó a ella, a mi y a todos los que estaban alrededor.
Tuve que disimular mis ojos llorosos, mis ganas de abrazarla y sentí que la protección de su mamá, nos protegía a todos.

Cuando yo estoy enferma, engripada o me siento mal, siempre tengo ganas de ir a la casa de mi mamá.
Aunque no me llevo muy bien, aunque no tenemos una historia muy feliz, aunque está tan lejos de mi alma.
Igual, a pesar de toodos esos sentires distantes, yo me enfermo y siento ganas de ir a lo de mi mamá.
Aunque no vaya.

Supongo que todos esos mimos que se nos dieron de chiquitos, toda esa indefensión que tuvimos al nacer y durante tantos años, lleva inscripta el cuidado, los abrazos, las caricias de mamá.

Ellas, que nos dieron todo. Y para cada madre su «todo», será distinto.
Hay grados, hay formas, pero sin duda dan todo.
Por eso después la relación es tan dificil (para algunos). Porque dar todo, quedar completamente desplazado por un otro, tiene que ser un acto de amor enorme. Inmenso, avasallante.
Y cada madre lo hará a su manera: con sus limites, con sus posiblidades, con su historia atrás.

Pero no puede ser un lazo lábil ese que nos une con mamá. Y creo que nos merecemos elaborarlo, desmenuzarlo, intentar entenderlo.

Yo hablé de mi madre durante muuchos años en terapia. Hasta que un día, no necesité hablar más de ella y pasé a otros temas que me desvelaban. Mi madre ya no me desvelaba, mis sentires se acomodaron y me reconcilié con la realidad.

Eso es lo que yo siento con mamá. Que la perdoné, que la acepto y que, de alguna forma, siempre la necesito.

Hace varios años entendí esto, y me dio una serenidad que creo nunca había conocido. Esa serenidad de la aceptación y de captar que la cercanía existe a pesar de los malos entendidos, de las diferencias irreconciliables. Que a su manera, ella me dio todo.

Hay algo místico que nos une. Y es lindo sentir que lo hay. No sólo lindo…Es necesario.
No me emocionan los «días de», pero el viernes que fui a comprar con mi sobrinita los regalos para mi mamá y mi hermana con unas ganas inéditas, revoloteaban estos sentires. Estaba acompañada con esta pitufita que quería comprarle zapatos rosas a su abuela y una cartera brillosa a su mamá…¡y yo la miraba y disfrutaba tanto!

Elegimos los regalos (¡juro que no fueron zapatos rosas ni carteras brillosas!) con una dedicación que me recordaba a la Soli de ocho años que siempre quería sorprender a su mamá con un desayuno, una canción, una coreografía. Y que tanto disfrutaba de agasajarla.

Me di una palmadita en la espalda y me dije:

«Qué bueno Soli que no dejas pasar nada y lo analizas hasta que ya no duele más».

Sentí que tenía ocho años pero también cien, todo al mismo tiempo…Y pensé en el ciclo sin fin 🙂

 

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