Mar abierto
Mar abierto
El otro día arriba de una pequeña lancha veloz que subía y bajaba sobre las olas, no inmensas pero sí importantes, en pleno mar Caribe (toda muerta de miedo pensando que en cualquier momento desaparecía de la faz de la tierra y sólo iban a reconocer mi cuerpo porque llevaba una remera que decía «Don de fluir danzas» ¡como si al Don lo conocieran por fuera de cuatro cuadras a la redonda!). Ahí, tan lejos y tan cerca, tuve un recuerdo de mi adolescencia.
Una adolescencia poco adolescente la mía: fui obediente, alumna abanderada, le preparaba la comida a mi hermanito, mis crisis eran porque me había sacado un nueve en una prueba y merecía un diez.
Sí, ya sé…Una estúpida. Pero, ¿qué le vamo´ a hacer? Hay cosas que no se eligen y con los años hay que aceptar.
Me acordé inesperadamente, como suelen aparecer los recuerdos, de una de las primeras veces que fui a bailar. Tendría trece años más o menos.
Fuimos con un grupo de amigas que nos habíamos autobautizado en sexto grado “Las siete maravillas naturales del mundo” (Oh my god!) Y nos acompañaba y llevaba en su auto, el novio de una de mis amigas, la más top de todas. El tenía dieciocho años y ¡guau!, era re salvaje y grande.
Usaba lentes de contacto azules, un boludón. Pero todas lo veíamos muy adulto, tenía auto y llevaba a las siete maravillas naturales del mundo 🙂
Llovía mucho y hacía frío, sería fines de mayo.
Me había puesto unos pescadores horribles que en ese momento se usaban, con un top bien cortito.
Yo siempre tenía la panza al aire, no sé, un complejo de mostrar mi panza que fue, y sigue siendo, mi mejor atributo.
Pero la tenía que mostrar, viste? Ahí se me escapaba la hilacha adolescente.
En fin, salí con mi panza al aire un día de lluvia en pleno invierno.
El novio grande empezó a andar muy rápido y yo que odio la velocidad (en todas sus formas).
Iba muy rápido y llovía y hacía zig zags y todas se reían con esas risas tipo conejita de playboy que me encrispa.
Yo estaba congelada ahí atrás, del miedo y del frío. Lo único que pensaba era:
«Si chocamos, si me muero, nunca le di un beso a un chico».
Ese era mi problema. Morir, pero morir sin haberle dado un beso a un chico.
Llegamos vivas e ilesas al boliche, donde me quejé del mal olor, el poco espacio, la transpiración asquerosa del de al lado, pero también bailé y la pasé bien.
Pasaron un par de años hasta darle un beso a un chico. Yo y mis tiempos eternos.
La semana pasada viajé con mi novio a la Isla de San Andrés, una islita tan bonita como rústica de Colombia. Fue un viaje lleno de aventuras, pero la más grande fue nuestro viajecito en lancha a Cayo Bolívar, un Cayo que lo recorres en cinco minutos caminando, sin infraestructura, bien virgen y así, con esa cosa de lo que no fue tocado y permanece en su estado más natural, místico y precioso. Nos prometieron pez globos, pulpos, tiburones, tortugas de mar. Solo nadamos con dos tiburones…¡Una estafa!
Para llegar ahí nos tomamos una lancha que atravesó mar abierto.
“Mar abierto”…La expresión me parece hechizante y se sumó a mi vocabulario. Eso es lo inmenso de viajar, que el mundo se te expande. Conoces gente, lugares, comidas, palabras, expresiones. “Está bien chévere” y “Berraco”, fueron de mis favoritas. Es como leer pero con el cuerpo presente.
Viajar es una lectura muy viva.
El viaje arriba de la lancha duró cuarenta y cinco minutos y los treinta minutos del medio, fueron terribles. Para mi, al menos, que soy miedosa, pero soy de esas miedosas con alma aventurera que no pueden decir que no. Yo no puedo quedarme con las ganas, aunque el miedo me mate. Aunque los peligros reales se sumen a los miles que fantaseo (y mi imaginación es muy vasta!) y todo eso me paralice…Igual, lo tengo que hacer. Las ganas siempre me pueden.
La lancha iba muy rápido y la muerte me acechaba bajo la forma de una caída abrupta al mar, un tiburón blanco, un naufragio y miles de formas más que no puedo contar ahora. Ahí, me acorde de mis trece años y mi miedo a morir.
Esta vez no pensaba que nunca le había dado un beso a un chico, pasaron algunos hasta llegar el que se quedó con todos mis besos. Esta vez revoloteaba otro anhelo no realizado por mi cabeza:
«Si me muero…todavía no soy mamá».
Lo miraba a Fede que me abrazaba fuerte y pensaba en la locura que va a ser nuestra familia. Todavía me siento muy joven y tengo necesidad de hacer cosas que no admiten diminutos increíbles y demandantes, pero fantaseamos con eso en un futuro (¡lejano!) y, sólo con la idea, nos brillan bien cómplices los ojos y el alma.
En cada etapa vital le tengo miedo a alguna cosa que es trascendental para vivir.
Y siempre se trata de amor.
De esa cosa que no se entiende pero se siente.
Claro que tengo deseos y proyectos de danza, como bailarina, para el Don, de escritura, como psicóloga bizarra incluso. ¡Ni hablar de la música exquisita que aún tengo que coreografiar y bailar!
Pero, ante la proximidad de la muerte, solo pienso en el amor.
Prioridades. Viajar también te hace ver qué importa y qué no. Te muestra con mucha fuerza que, como dice Drexler, no somos más que una chispa tan sólo en el mar del cielo.
Y siempre lo que importa, más allá de nuestros deseos, despliegue creativo, artístico, profesional y blablabla…Lo que importa es que se te expanda el alma.
Y se expande, viajando, estudiando, bailando, leyendo, haciendo… ¡Cómo no!
Pero no hay nada que te haga expandir más que la intimidad, el amor y sus lazos.
Mientras escribo pienso que lo más cercano a la sensación de hijos son mis dones danzarines, los pequeños y los grandes. Dejarlos no fue fácil, por suerte tuvieron dos madres sustitutas en las que confío y volví locas diariamente.
Gracias Coni Belgareto y Magali Menique por sus miradas amorosas, detallistas y sensibles.
Y gracias a esos dones, mis pollos, por dar tanto y hacer que el lazo sea de danza y más allá de la danza.
Además me fascinan las playas y las bikinis, antes de ser mamá necesito exprimir más bikinis, conocer más playas y saltar más alto (¡y hacer saltar más alto a mis doncitos!). ¡No todo es profundidad por acá jejejijijuju!